Debo decir, de entrada, una obviedad y me excuso por ello. El voto católico es plural, lo que no puede confundirse con la diáspora, es decir que aquella pluralidad tiene límites relacionados con tres puntos concretos: la coherencia con la fe profesada, el rigor moral, en el sentido de la capacidad de discernir lo necesario, lo bueno y lo justo, y algo muy importante y olvidado, la capacidad de juicio cultural a partir de la fe.
La doctrina social de la Iglesia establece toda una concepción que hoy es de hecho la única visión global alternativa a los poderes establecidos, en el sentido que no se ajusta plenamente a ninguno de los discursos políticos (y por lo tanto y siempre, económicos) dominantes. No se ajusta al liberalismo, ni tampoco al liberal socialismo, al radical liberalismo y, algo que no existe en España, a la socialdemocracia. Por una u otra razón el encaje nunca es muy bueno, por un exceso de estado y un defecto de subsidiariedad, por un olvido de los perdedores, de los más débiles, por razones diversas. Pero esta discrepancia tiene una importancia no determinante en el sentido de que ningún sistema político va a expresar nunca de una manera adecuada la proyección social de la Iglesia.
Asumida esta realidad, es necesario insistir en otra: que no se logre el óptimo no puede llevar a desistir de la necesidad de progresar hacia él. Por consiguiente, la primera característica de los católicos laicos debería ser la existencia de una tensión creadora para traducir la doctrina social de la Iglesia en proyectos políticos concretos, puntuales, sectoriales, globales, pero concretos, que continuamente tensionados por la búsqueda razonable de la excelencia personal y social. Esto tiene mucho que ver con la “minoría creativa” a que se refiere el Papa, y poco con un simple juego de listas y etiquetas electorales sin más. Al pueblo católico en España y a buena parte de sus dirigentes les falta madurez política y cultural (entendida esta última no obviamente en términos de formación personal, sino de cultura política)
El Papa Benedicto XVI ha reiterado una línea roja que debe centrar nuestra atención. (1) La defensa de la vida desde su concepción hasta la muerte natural, el rechazo a que puedan existir vidas indignas de ser vividas. (2) El matrimonio como institución fundante de la sociedad, basado en la unión entre un hombre y una mujer, que da lugar a la paternidad, a la maternidad y a la filiación, que constituye la red primaria fundamental de la sociedad civil, donde se educa a la persona y que el resto de sociedad, empezando por la escuela, debe ayudar. (3) Consecuentemente, el derecho de los padres a la educación moral y religiosa de sus hijos, sin intromisiones del Estado, y como derivada de ello, la libertad de enseñanza en igualdad de condiciones para todos, de manera que no pueda existir discriminación económica en función de si se opta por uno u otro centro.
Al hilo de las declaraciones pontificias cabe añadir un cuarto eje relacionado con la actual crisis económica y social, que también es moral. El Papa ha afirmado que ella es “una oportunidad que la Iglesia debe aprovechar”. Los católicos laicos que nos movemos en un ámbito personal y social debemos preguntarnos y responder cómo vamos a dar sentido a esta oportunidad. El Papa ha dicho más: “El gran desafío y oportunidad, que la preocupante crisis económica del momento invita a saber aprovechar, consiste en encontrar una nueva síntesis entre bien común y mercado, entre capital y trabajo”.
Una vez más aparece la tensión creadora y también el subrayado de que debemos prestar mucha mayor atención y capacidad de respuesta al plano económico y social. Defender la vida, el matrimonio y la familia, el derecho a educar de los padres, no puede excluir, todo lo contrario -porque de hecho hay profundas relaciones entre todo ello- a una mayor y mejor respuesta social y económica. El Papa apela “a la voluntad común de dar vida a una nueva cultura de la solidaridad y de la participación responsable”. Es toda una invitación que hay que saber desarrollar.
Bien, vale, ¿pero de las elecciones y el voto qué? A reserva de mayores precisiones, creo que de lo dicho se pueden deducir algunas cosas. Primera, no puede existir un “partido católico”, y lo óptimo sería la multiplicidad de partidos que compartieran un fundamento cultural cristiano. Esto significa que, en cualquier caso, en todas las opciones es necesario trabajar en el seno de la sociedad y desde la Iglesia para construir un proyecto cultural cristiano. El ejemplo italiano debe ser una fuente de inspiración, aunque ningún caso puede caerse en la simplificación de intentar una simple copia.
En el plano directamente político creo que es necesario trabajar para dar forma con la mayor amplitud posible a un movimiento social, cultural y político que nazca de la capacidad de trasladar los principios de la doctrina social de la Iglesia a proyectos concretos. Es a partir de esta tarea que puede tener sentido la orientación del voto católico. Este movimiento ha de ser capaz de acabar incidiendo en la política de las instituciones y por consiguiente en la vida electoral. Las vías que para ello dispone son más de una y solo la maduración del proceso puede señalar cual es la más adecuada.
Puede transformarse directamente en un partido político, solución solo viable si antes consigue alcanzar como movimiento social y cultural una dimensión importante. La etiqueta de partido no resuelve por sí sola nada, como lo demuestran la multitud de siglas sin apenas respaldo electoral que existen. El partido no es nada más que la concreción de un estado de opinión previo organizado, que cuenta con seguidores y votantes potenciales, líderes naturales y un mínimo de medios económicos razonables para afrontar el reto electoral. Un partido tampoco nace de unas pocas reivindicaciones sectoriales, sobre todo si estas no poseen la fuerza como por si solas condicionar decisivamente el voto. La mayoría de personas asumen diversos relatos en el momento de votar, con todos lo matices que se quiera.
Una segunda opción es la del movimiento que utiliza la posibilidad de entrar en lugares escogidos en el terreno electoral, mediante la asociación de electores. Sin duda este es un instrumento adecuado en el plano local y posiblemente en el autonómico, pero en general es válido a todo tipo de elección.
La tercera vía es que el movimiento acabe articulándose con un partido que ya exista, dotado de representación parlamentaria, en condiciones que permitan revitalizarlo, dotarlo de mayor contenido, redundarlo en buena medida, a partir claro está de las posiciones que este partido ya tiene ganadas. En este caso se trata de practicar una simbiosis creativa, donde las dos partes obtienen un mutuo beneficio. Por una parte un proyecto político que sin ser perfecto está más acorde con lo que necesitamos, por otra el reforzamiento de aquella opción política: ganar sin perder.
Para que todo esto sea posible es necesario avanzar en más cuestiones. Una es moderar la disgregación católica por razones doctrinales; de adscripción a distintas experiencias organizadas de fe que se excluyen entre si innecesariamente; por orientación socioeconómica “liberales” y “socialistas” simplificando; por sentimientos nacionalistas “periféricos” y “centrales”. Mientras impere tal disgregación el resultado es la debilidad. Y si uno es débil cualquiera de las tres vías resulta impracticable. La otra es pensar que la responsabilidad es sólo de “los otros”, sean estos quienes sean. Si políticamente en España estamos como estamos, alguna parte de responsabilidad será nuestra, digo yo. Pues bien, identificar en que consiste este fallo será el camino para enmendarlo.
FUENTE: Josep Miró i Ardèvol en ForumLibertas.com.
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